Foto: Samuel Aranda for The New York Times |
Cada mañana durante cinco días a la semana veo un cubo de
basura en frente de mi casa. Ese cubo es otro de tantos miles que hay en la
comunidad de Madrid, no es más grande ni más pequeño ni más bonito ni más feo
que cualquier otro de la ciudad. Sin embargo, ese cubo me sorprende porque
siendo un objeto inanimado, pregona un discurso social y político de hondo
calado. Y es sólo un cubo, ¿cómo puede un cubo reflejar el estado actual de las
cosas? Es realmente sorprendente.
Puedo decir que soy un experto mirador de ese cubo, que a
veces lo utilizo para tirar cosas y siempre le veo allí unas doce veces por
semana (algunas semanas
incluso más). Mi estadística de vistazos sobre ese recipiente tiene horas que varían escasos minutos unas de otras... Mi visita matutina siempre baila entre las ocho y las ocho y media de la mañana, intervalo en el cual, suelo sacar mi coche del garaje que tengo justo en frente. Mi otra visita, la vespertina, suele incluir una variable más larga, dependiendo del atasco de vuelta, que se lleva una hora casi: entre las seis y media y las ocho menos cuarto.
incluso más). Mi estadística de vistazos sobre ese recipiente tiene horas que varían escasos minutos unas de otras... Mi visita matutina siempre baila entre las ocho y las ocho y media de la mañana, intervalo en el cual, suelo sacar mi coche del garaje que tengo justo en frente. Mi otra visita, la vespertina, suele incluir una variable más larga, dependiendo del atasco de vuelta, que se lleva una hora casi: entre las seis y media y las ocho menos cuarto.
Estos vistazos a mi cubo se deben estrictamente al uso del
vehículo para el trabajo, como ya digo, y ha sido así durante tres años.
Todo esto que os cuento viene a raíz del siguiente estudio
que realice, y el cual no vino de forma premeditada, sino de forma accidental.
Hace cosa de dos años, me sorprendí viendo a un señor, de profesión mendigo,
rebuscar en ese cubo algo que echarse a la boca, o algo para reutilizar.
Durante esa semana le vi acudir a ese cubo como quien va a una panadería a por
su pan o al bar a por su café. Es curioso la normalidad que adquiere un acto
repetido muchas veces, se vuelve rutinario y, por tanto, sin extrañezas.
Así fue como me familiaricé con aquel hombre. Se sentaba en
una acera que ni siquiera era concurrida, simplemente se sentaba en esa acera y
esperaba. No sé si a que pasara el tiempo, si a que la gente le echase unas
monedas o si esperaba a que el cubo se llenase lo suficiente como para echar un
vistazo. A veces le veía con un perro y otras veces le veía solo. Era una
persona de ojos apagados, alta, muy delgada y con arrugas en la cara remarcadas
por la depresión y el estilo insano de vida que ostentaba. A pesar de su
condición económica, descarte la locura ya que nunca le había visto ni oído
expresiones fuera de juicio, síntoma y causa inequívoca por la insociabilidad
que su estado lleva como extra. Si acaso había algún síntoma cercano, sería
este el de orinar al lado de nuestro cubo de basura o escupir al suelo allá
donde cayera, aunque mucho me temo que esto último se debiera más al propio
alivio particular que al de una patología desarrollada.
A partir de esa semana, durante todas las mañanas a lo largo
de medio año, vi un trozo de su vida: a veces sentado mirando a la nada, a veces con un cartel pidiendo céntimos, a
veces durmiendo en ese mismo sitio, otras veces rebuscando concienzudamente en
el cubo en busca de algo útil. Yo le miraba desde mi coche dentro del garaje,
era de una sola plaza y daba directamente a la calle. Así, mi visión del hombre
y el cubo prácticamente era como cuando miras la televisión, nadie te ve a ti,
tú miras a todos. Aquel hombre nunca reparaba en mí, imagino que le importaría
bien poco lo que yo mirara o pensara. Sin embargo, yo siempre retenía unos
minutos mi coche para estudiar atento a lo que sacaba o no de aquel cubo: un
juguete usado, un par de zapatillas sin cordones, una botella de plástico,
algún envoltorio con comida todavía consumible... Abría las bolsas grises de
basura y rebuscaba en ellas, cogía lo que fuese útil para su vida diaria y lo
demás lo desechaba. Mirándolo atentamente, se podía llegar a la conclusión de
que el gesto lo hacía automáticamente, que ya era perro viejo en estas lides y
que los filtros que aplicaba a la basura ajena estaban tan desarrollados e
implantados como los procesos de trabajo de una multinacional.
Aquel cubo siempre se llenaba por la tarde, cuando yo
llegaba del trabajo, hasta el borde, a veces tanto que casi ni se podía cerrar
la tapa. La gente llegado ese punto dejaba las bolsas o bien encima del cubo o
a los lados de este, tiradas en el suelo. Lo cual era festín a parte de para
nuestro hombre, también para las ratas, gatos y perros de la comunidad. Era esa
hora, antes de pasar los camiones de la basura, cuando aquel hombre se tiraba
más tiempo rebuscando entre los desperdicios. Pronto llegó a empujar un carro en
el cual podías ver de todo: paraguas deshilachados, medias malmetidas en una
cajita rota, una muñeca que parecía rescatada del infierno, tubos de hierro y
de plástico, cinturones, una escoba, una correa y arnés que utilizaba para su
perro y ropa, sobre todo mucha ropa sucia y vieja, de modas pasadas, que
todavía podían aguantar más de un uso.
Aquello fue, durante un par de años, la época de bonanza de
nuestro país y aquel hombre otro reflejo más de cómo se desarrollaban las cosas.
Creo que vendía lo que encontraba a tiendas de segunda mano y a chatarrerías
varías, ya que el carro al día siguiente traía lo justo y necesario que serían
sus pertenencias: dos bolsas de plástico de diferente color y una chaqueta raída
colgada del carro por una percha de alambre. Siempre que le veía por la tarde,
ya podía ver por su carro y por su expresión si había tenido éxito en el
negocio de los residuos. Con el gesto de satisfacción si había adquirido un
buen botín o con gesto torcido si la cosa flojeaba.
Como ya dije antes, el balance de aquel hombre durante un
tiempo fue bastante satisfactorio dada su situación. Hasta que un día, me
acuerdo muy bien, una tarde en la que me acerqué por mi garaje para coger unos
papeles, vi a una pareja acercarse a aquel cubo. Eran dos ancianos, jubilados supuse,
una mujer que iba a tirar una bolsa y su marido que se disponía a abrir la tapa
del cupo. Así fue, el marido abrió la tapa naranja y la mujer tiró la bolsa en
lo más hondo. No obstante, en un gesto fugaz y emocional, pude apreciar como el
viejo movía una bolsa gris hacia un lado y le echaba una ojeada rápida a lo que
allí había. Fue un acto que ni siquiera me llamó la atención, pensé que era
algo instintivo. Como el que mira con sagacidad los desechos de otra persona
buscando algo que pueda solucionar un contratiempo, algún objeto que solucione
un problema casero.
Sin embargo, aquel gesto que apenas me llamó la atención
sería el preámbulo de lo que a mi parecer fue algo mucho más grave, subrepticio
y profundo.
En las semanas siguientes a aquel gesto, el hombre del carro
y un servidor ya habíamos notado diferencias que poco a poco iban creciendo y
que expresaban un cambio en la situación pasada, un nuevo paradigma de la
realidad y la situación que se avecinaba. Tapas abiertas, bolsas rotas, bolsas
tiradas por el suelo, desperdicios observados y desechados por aquí y por allá
a lo largo de la línea de cubos de basura. Pude ver como esos síntomas se iban confirmando
semana a semana, mes tras mes (para desgracia del hombre del carro): la pareja
de ancianos, que de vez en cuando se pasaban y miraban a su alrededor por pudor
mientras rebuscaban algo presuntamente olvidado, un hombre que paseaba y miraba
alguna madera rescatable, ordenadores que antes se tiraban enteros y ahora aparecían
desvencijados y esqueléticos, aquella señora de mediana edad que se proveía de
un cojín usado. Madres o padres que paseaban hasta allí con los niños y mirando
en derredor (vigilando que el orgullo no fuese herido por miradas inoportunas) rebuscaban con un brazo en lo profundo del
cubo, disimulando la búsqueda y escudriñando sin cuidado, rápidamente para no ser descubiertos por
vecinos o amigos o conocidos, o simplemente para no pensar demasiado en lo que
ellos mismos estaban haciendo. Abrir, mirar, coger y salir. Rápido, sin
miradas, sin pensar.
Transcurrido un tiempo esos síntomas sin duda se
generalizaron. Pude apreciar que ya no sólo mi cubo era el único enfrentado a
un expolio. Si no que podía detectar en cualquier cubo de cualquier barrio los
mismos síntomas de búsqueda y reciclaje. Y lo que antes era un hombre con un
carro y con un perro, ahora eran gente totalmente diferente. No eran gente sucia
o maloliente. Aquellos novicios en el negocio de los residuos no orinaban en la
calle, ni se sentaban en una acera a
pedir limosna. Eran gente normal, con ropa limpia y aseo diario.
A día de hoy, el hombre del carro apenas se deja ver por mi
calle, no sé donde está y si la competencia le está afectando a su negocio,
seguramente sí. En estos tiempos la cosa anda jodida, palabras que sonaban
lejanas las conocemos al dedillo: prima de riesgo, hipotecas subprime, entidad
crediticia, fusión, rescate, crisis, intervención, Banco Central Europeo... Y
el cubo que tengo enfrente del garaje ya no es el único que es visitado
diariamente. Ahora todo ha cambiado, la gente que maneja nuestros designios
mira para otro lado y la gente que antes vivía en un ligero confort se pregunta
cómo han podido llegar a esto, cómo se han visto haciendo la competencia a un
mendigo que sólo se dedicaba a reutilizar lo que los demás llamábamos mierda.
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